diciembre 16, 2010

¿Descanse en paz?

Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero las palabras aliadas por las imágenes nos permiten ver aún más.


UNA IMAGEN Y MENOS DE MIL PALABRAS (1)

Telecinco revive a Carmina Ordoñez
¿Descanse en paz?. Para celebrar la muerte, los españoles siempre hemos sido un pueblo exagerado. Sólo nos faltaba que llegara la era digital para generalizar y extender hasta la extenuación la cultura que dio lugar a las plañideras, a esas casas de pueblo abiertas de par en par, convertidas en una gran capilla ardiente donde todo el pueblo velaba al difunto o la difunta entre grandes llantos y contenidas risas en el salón de al lado. Ahora tenemos los programas de televisión, pero antes, para entretener el velatorio y producir lágrimas ininterrumpidas, las más apañadas encontraban en las cocinas los botes mágicos donde se guardaban las yerbas de tila, melisa o manzanilla. En esas cocinas, igual que ahora en los platós de televisión, el aroma de esas infusiones se mezclaba con el olor excitante del café. Lágrimas y cháchara; así ha sido siempre. Familias compungidas y vecinos que no paraban de dar pésames, ni de contar chismes y chistes. Así ha sido siempre, y así es más ahora, cuando las puertas del velatorio se nos abren a todos con el mando a distancia del televisor, cuando la muerte se convierte en el más auténtico reality show.

Carmina Ordoñez, “la divina”, no cantaba, ni bailaba, ni interpretaba ninguna otra obra de teatro que no fuera desnudar su propia vida. Un ídolo de esta España de excesos pasionales, de personajes rotundos y pasionales, focos permanentes de curiosidad general en el que, como en esas tragicomedias que, como género typical spanish, alumbró el Siglo de Oro español, los sentimientos se desbordan, se viven las alegrías como se canta una bulería y se sufren las desgracias como sabe cantarlo el flamenco. Un viaje permanente de la alegría al sufrimiento. La admiración por el instinto antes que por la inteligencia.

Lo peor de esas vidas es que en las televisiones, sus vidas pueden seguir reviviéndose para alimentar el morbo de las audiencias. Da igual lo que ellos quisieran. La dura competencia obliga a no despreciar ninguno de los caladeros en los que se  alimenta nuestra curiosidad más insana. Antes mirábamos por las ventanas y ahora miramos por la televisión. Se apaga la vida de un famoso, pero no el foco que lo iluminaba. El espectáculo debe continuar más allá, para que los vivos que hablen de los muertos se conviertan en espectros que despiertan horror. Como el curioso que se asquea por no contener su deseo de mirar, volveremos a preguntarnos quién tiene la culpa de todos estos excesos, de esta degeneración moral. ¿Es del que lo ofrece o del que lo quiere ver?. Con la televisión nos pasa lo mismo que con las drogas; aun no sabemos si son ellas las que nos enganchan o somos nosotros los que nos enganchamos a ellas.

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