UNA IMAGEN Y MENOS DE
MIL PALABRAS (7)
El malestar
del Estado de Bienestar. Aunque el capitalismo haya terminado derivando en un juego de Casino
en el que los mercados hacen sus apuestas con esas fichas fosforescentes que
los ingenieros financieros llaman productos,
no deberíamos olvidar que la máxima de la economía de mercado consiste en reducir
el precio del producto, ajustando al máximo los costes de la producción, para
vender más que el competidor.
Tal vez porque nos vamos olvidando de ello, hoy la ingeniería financiera es más valiosa
para hacer fortunas que la ingeniería industrial, la de infraestructuras, y
hasta la atómica. Lo mismo, lógicamente, pasa con sus respectivos ingenieros.
Se gana mucho más diseñando un producto especulativo, que deriva las pérdidas a
otros y garantiza las ganancias al que los vende, que el mayor de los puentes
posibles para acortar distancias reales entre pueblos.
Esos ingenieros
financieros, y toda su ingente masa obrera, albañiles especializados en
fabricar fortunas a los que llaman brokers, trabajan en un lugar etéreo, en ese
nuevo escenario virtual que ha traído la era digital, pero que se llama como
siempre se han llamado a los lugares de trueque e intercambio: mercados.
Tan etéreos como los lugares en los que trabajan,
los nuevos mercaderes del capitalismo primero se encargaron de regar de
préstamos las esperanzas de quienes confiamos siempre en las grandes palabras y
nunca leemos la letra pequeña. Empaquetaron
luego todos nuestros sueños y mezclaron en diferentes productos esperanzas esforzadas con esperanzas frustradas o
imposibles. El sueño del crecimiento permanente se rompió el día que esos productos florecieron: la semilla del
beneficio se convirtió en un sarpullido de deuda con la que cargaremos mientras
vivamos. La resaca de esa partida se alivió cuando los Estados salieron al
rescate de los secuestradores, dándoles nuevos dineros para nuevas partidas.
Como ese dinero ya no podían emplearlo en prestarle a quienes ya estamos
endeudados hasta las cejas, decidieron comprar deuda pública, o sea, prestarle
a los países que se endeudaron por regalarles dinero.
Esta es ahora la partida de póker que se juega sobre
el tablero de Europa. Ahora dicen que creen que no podremos pagar todo lo que
nos han prestado, y vuelven a decirnos que la partida se puede acabar
trágicamente si no ponemos más dinero para salvarnos porque los salvamos a
ellos. La bolsa o la vida. O les damos más pasta, o aprietan el gatillo y todo se va al garete.
En esa montaña rusa seguimos a estas horas, mareados
de tanto vaivén, viendo con horror como el agujero que se abre bajo las vías por las que transitamos a trompicones se
agranda cada vez que los dirigentes europeos fracasan en cada una de las cumbres que no coronan. El parqué es una gran
atracción de feria que ahora amenaza con desbaratarse con nosotros dentro de sus
cacharros.
Entretenidos con la cotización y el valor de los valores,
seguiremos olvidándonos de nuestros verdaderos achaques, que no son otros que
los productos que ya no fabricamos porque otros lo hacen a mejor precio.
Esa Europa y América del Norte que venció al
comunismo a base de construir paraísos de opulencia y escaparates de lujo ha
deslocalizado sus fábricas pero no sabe qué hacer con sus obreros. Los padres
de los chavales que cada dos por tres esparcen con gasolina toda su rabia y
frustración llegaron en oleadas hace años a las ciudades industriales del continente
europeo, para emplearse en las fábricas que nos procuraban ese supuesto
bienestar. Eran mano de obra barata, y gracias a ellos, las fábricas de coches llenaron
las autopistas con sus utilitarios y las de televisores, de ventanas al consumo.
La globalización ha dado una vuelta más a la espiral, y ahora ya no resulta
competitivo emplearlos ni a ellos ni a sus hijos, europeos de nacimiento y
muchos de ellos, extranjeros en su propia casa. No hay tarea para ellos, otro frustrado pelotón más a engrosar las filas del malestar del Estado del bienestar.
El esqueleto retorcido de los
coches destrozados en las protestas quema un sueño que ya ellos no fabrican.
Ahora no se contrata; se subcontrata. Las fábricas se deslocalizan, pero son
fácilmente localizables allí donde el hombre obtiene menos por su esfuerzo.
Ahora, los barrios obreros están a miles de kilómetros de nuestras capitales
financieras, están en esa otra mitad del planeta donde se trabaja a destajo por
menos de 200 euros al mes. A ese precio, los trabajadores europeos no son
competitivos, así que para que sus cosas sigan siendo baratas, nos dicen que tendremos
que ser nosotros los que nos bajemos el sueldo.
El espejismo de la opulencia
se diluye siempre en el extrarradio. Allí comenzaron esos incendios que ahora acechan
a la propia city. Allí suena el hip-hop y el rap, porque la música de los políticos les resulta
ininteligible. Los que se rebelan ya no necesitan panfletos ni proclamas para
constituirse en movimiento popular; tienen la BlackBerry y Whatsapp.
Hijos de la televisión, acaban de descubrir cómo abrir un Telediario y
convertirse en ídolos de la rebeldía. Todo ello, entre anuncio y anuncio, entre
el móvil de última generación y el coche que te invita a superar todas las
barreras.
Esos espectros de coches
quemados, esa frustración general que pierde su nombre en una lista
interminable de desempleados, indican un fallo en el sistema. Pero es
importante no confundir síntomas con enfermedad. La política está exhausta en
Europa. En medicina, esta patología degenerativa tiene un nombre: Esclerosis. Un
achaque propio de políticos viejos y viejas Políticas.