Nuestro sueño de dioses sigue creando prodigios. La Universidad Nacional de Taiwán lleva ya más de dos años criando una exitosa producción de cerdos con genes de proteína verde fluorescente. Según se nos cuenta, el equipo investigador extrajo los genes verdes fluorescentes de medusas y los inyectaron en fetos de cerdos para desarrollar genes porcinos con el transgénico de la proteína verde de las medusas. Aunque seguro que los artistas de la Nueva Cocina encontrarán tremendamente sugerentes esos morros verdes para hacer más sofisticadas y visuales las viejas recetas de la abuela, de momento los científicos pretenden aplicar esta nueva hazaña genética a la investigación médica para la regeneración de órganos e ingeniería de tejidos.
Ya saben que no es la primera vez que nos atrevemos a tocar las reglas de la propia creación. Ya consumimos tomates que no se congelan porque llevan genes de pescados que viven en las aguas heladas de Alaska, o maiz al que no afectan las plagas de insectos. Duplicamos ovejas y nos preparamos para duplicarnos a nosotros mismos. Tal vez para algunos ésta sea una demostración más de la sublime inteligencia humana, aunque a tenor de las consecuencias que suelen tener nuestros inventos y descubrimientos, y tal y como llevamos el mundo, convendría relativizar tal impresión.
Entre aquel primer ingeniero que convirtió una laja en hacha, que luego aprendió a hacer pirámides, acueductos y catedrales, y los ingenieros genéticos de hoy; entre el descubridor del fuego y el de la fusión nuclear; entre el primer tirachinas y el último misil de largo alcance, entre nuestra capacidad de creación y nuestra capacidad de destrucción, está claro que aprendemos a salvar vidas y a vivir más seguros al mismo tiempo que aprendemos a destruirlas y creamos nuevas inseguridades.
Perdido el miedo primitivo a las fieras salvajes, y a la inquietante oscuridad de la noche, ahora el miedo necesario que nos aliena socialmente lo construimos nosotros mismos. Basta con ver los Telediarios. Cuando no nos amenaza el fundamentalismo islamista, lo hace un pollo de corral. Cuando no es un huracán, es un virus microscópico. Nos proponemos reducir los humos después de echarlos. Hacemos bombas pero nos aterra pensar que puedan explotar cerca de nosotros. Primero creamos enfermedades, y cuando nos aterran sus efectos, nos afanamos en buscar sus remedios.
Mientras tanto, seguiremos creyendo en nuestra genialidad. Aunque las vacas se vuelvan locas, las aves nos contagien sus catarros y el verde fosforescente de las medusas ilumine el morro y los órganos de este cochinillo de laboratorio con el propósito de que algún día también nos resulte de utilidad alojado en nuestros propios cuerpos. Antes, hasta sus andares; ahora, iluminados para que alumbren nuestras propias resurrecciones, para que prosigamos nuestros andares gracias a los suyos . Al fin y al cabo, dicen los biólogos que nos parecemos mucho a ellos. Y como ellos, parece claro que tampoco soñamos con rosas sino con bellotas.
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